A lo largo de las últimas décadas, diversos gobiernos árabes han acelerado la normalización de sus relaciones con “Israel”, entidad que mantiene una ocupación colonial en Palestina y que ha provocado el desplazamiento de su población desde 1948. Estas medidas, que se remontan al acuerdo de Camp David con Egipto en 1978, pasando por los acuerdos de Oslo en 1993 y Wadi Araba en 1994, y culminando con los denominados Acuerdos Abraham en 2020, no se limitaron a decisiones diplomáticas, sino que constituyeron importantes transformaciones políticas que negaron el derecho palestino y facilitaron la expansión de una entidad colonial que no ha renunciado a sus planes expansionistas.

Por otro lado, la calle árabe a través de las capitales, ciudades y la diáspora continuó rechazando este camino, levantando la voz de que Palestina no es solo el problema de los palestinos, sino el problema de toda la nación, y una medida de justicia, dignidad y soberanía. Este rechazo popular no solo fue emocional o simbólico, sino que también se debió a una profunda comprensión de que la entidad israelí no es una entidad ordinaria, sino un proyecto de asentamiento expansionista de reemplazo, que busca desmantelar la región y drenarla política, cultural y económicamente.

La normalización, en este contexto, no se limitó a la apertura de embajadas o la firma de acuerdos, sino que adquirió múltiples formas: culturales, deportivas, mediáticas y económicas. Desde la participación de artistas árabes en festivales conjuntos con israelíes, hasta reuniones de normalización en programas de televisión de carácter general, pasando por inversiones y asociaciones transfronterizas, todas estas acciones tienen como objetivo remodelar la imagen de “Israel” en la conciencia árabe, transformándola de una entidad ocupante a un “vecino natural” o un “aliado estratégico”, en un intento de borrar la memoria política colectiva.

El peligro de este camino reside en que la normalización no ha sido producto de una solución justa al conflicto, sino de una inversión completa de la ecuación. En lugar de calificar la ocupación como un delito, se promueve al ocupante como aliado en el desarrollo y la paz. En vez de ser sancionado por sus crímenes diarios en Gaza, Cisjordania y Jerusalén, se le recompensa con la integración en la región.

Sin embargo, el rechazo a la normalización no era, ni debería ser, únicamente una muestra de solidaridad con Palestina o una expresión de apoyo humanitario a un pueblo bajo ocupación. Se trata, fundamentalmente, de una postura soberana para proteger la identidad árabe de una entidad colonial expansionista. “Israel”, por naturaleza, no es un proyecto limitado a las fronteras de la Palestina ocupada, sino que actúa como punta de lanza de un proyecto para desmantelar y debilitar toda la región. Cada país árabe que normaliza relaciones cree que establece una relación normal con un “estado”, mientras que la realidad es que abre sus fronteras a la peligrosa inteligencia, la penetración cultural y económica. La normalización no es solo una puñalada para los palestinos, sino también una amenaza para la seguridad nacional árabe y un corredor para penetrar y desmantelar las sociedades desde dentro.

A pesar de las presiones ejercidas sobre los pueblos árabes, estos han demostrado una notable resistencia. En países como Marruecos, Túnez, Jordania, Líbano, Kuwait, Argelia e Irak, se han observado campañas ciudadanas que promueven el boicot a eventos de normalización y la retirada de equipos deportivos de competiciones con equipos israelíes. Asimismo, diversos artistas e intelectuales han manifestado su desacuerdo con la normalización. El movimiento internacional BDS, activo en universidades occidentales y con apoyo de juristas y judíos progresistas, también ha emergido para enfatizar que la entidad en cuestión no puede integrarse por la fuerza en la región, y que su lugar natural es el aislamiento, no la celebración.

Dado que los regímenes son conscientes de la falta de legitimidad de su normalización, recurren a herramientas como la represión, la marginación y la desinformación mediática para imponerla. Sin embargo, el boicot ha demostrado ser el instrumento más eficaz para contrarrestar este tipo de estrategias. El boicot no se limita a una mera reacción, sino que constituye un proyecto de resistencia civil organizado que despoja al enemigo de la legitimidad de la integración, le priva de recursos y expone a aquellos que se alían con él.

Sin embargo, el aspecto más peligroso reside en que ciertos regímenes árabes, en lugar de conformarse con la normalización, han iniciado la criminalización de cualquier individuo que muestre apoyo a la resistencia o exprese su rechazo a la ocupación. En consecuencia, el apoyo al pueblo palestino, incluso desde una perspectiva neutral, se ha catalogado como extremismo. Las expresiones anti-sionista han sido objeto de persecución judicial y se han criminalizado bajo la justificación de la “lucha contra el terrorismo” o la “incitación a la violencia”. En algunos países, se han promulgado leyes que condenan cualquier acto interpretado como apoyo a la resistencia, incluso si se publica en plataformas de redes sociales.

En este contexto, cabe Recordar que las cartas y resoluciones internacionales emitidas por las Naciones Unidas reconocen la resistencia a la ocupación, mediante cualquier método, incluyendo la lucha armada, como un derecho legítimo de los pueblos sometidos al colonialismo y la ocupación. Intentar estigmatizar dicha resistencia como terrorismo y criminalizar a sus defensores únicamente beneficia a la parte ocupante, convirtiendo a la víctima en acusada y al opresor en un aliado en la “lucha contra el terrorismo”.

Las experiencias recientes han demostrado que los acuerdos de normalización no conducen a la paz. Tras la firma de los Acuerdos Abraham, se ha observado un aumento de los asesinatos en Gaza, una aceleración de los asentamientos en Cisjordania, una duplicación de las incursiones en Jerusalén y una persistencia de los crímenes del enemigo. Todos estos factores indican que la normalización no constituye una solución, sino un mandato de sangre, una complicidad en el asesinato y un fracaso público para los palestinos.

A pesar de las dificultades, la narrativa de la resistencia se mantiene vigente. La confrontación actual ya no se limita al ámbito militar, sino que se extiende a los espacios culturales, mediáticos y de derechos humanos. Quien domine la batalla narrativa, saldrá victorioso en gran medida en el terreno. Si el mundo continúa escuchando únicamente la narrativa sionista, Palestina permanecerá en el olvido. Sin embargo, si logramos articular nuestra narrativa en torno a la liberación, la justicia y los derechos del pueblo, nuestra causa se mantendrá presente, independientemente de las estrategias de la otra parte.

La lucha contra la normalización no se limita a la ocupación, sino que se extiende a la defensa de la memoria, la soberanía y el significado de la libertad para el pueblo árabe en un contexto de decadencia. En este sentido, los pueblos que expresaron su rechazo mediante la resistencia y la determinación, se erigen como la salvaguarda frente a esta invasión oficial. Por ello, “Israel”, independientemente de la naturaleza de sus gobernantes, permanecerá como una entidad ajena a la conciencia de la nación.

Mohammed Al-Absi, coordinador de la Asamblea de Acción (ITHARAK) contra la normalización _ Jordania.

Mohammed Al-Absi: es un activista político jordano y miembro del Buró Político del Partido de la Unidad Popular Democrático de Jordania, un partido de izquierda. Actualmente, ocupa el cargo de coordinador general de la Asamblea de Acción “Itharak”, cuyo objetivo es apoyar la resistencia y combatir la normalización. Asimismo, desempeña las funciones de secretario de la campaña nacional jordana para derogar el acuerdo de gas con la entidad sionista, conocida popularmente y en los medios de comunicación por el lema “El gas enemigo es una ocupación”. Esta campaña se fundó en 2014 con el objetivo de prevenir la importación de gas de “Israel”.

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