Mientras los focos del mundo, atenazados por el horror, se clavan en la carnicería abierta de Gaza, un proceso paralelo, más lento pero igual de letal, se desarrolla metódicamente en Cisjordania. Reducir la catástrofe palestina al enclave costero es cometer un error de diagnóstico fatal. Es caer en la trampa narrativa que el ente sionista ha construido durante décadas: la de fragmentar la realidad para que nunca se observe el cuadro completo de la colonización. Lo que estamos presenciando no son dos crisis separadas, sino las dos caras de una misma estrategia: la erradicación final del proyecto nacional palestino y la culminación del sueño sionista de un Gran Israel desde el Mediterráneo hasta el Jordán.
Gaza es el horror en su forma más cruda e inmediata. Es el bombardeo indiscriminado, los niños despedazados, los hospitales convertidos en escombros, la hambruna utilizada como arma de guerra. Es un castigo colectivo de una escala monstruosa, una matanza que ha llevado a la Corte Internacional de Justicia a considerar plausible la acusación de genocidio. La retórica de los líderes israelíes, que deshumanizan a los palestinos llamándolos «animales» o «seres humanos», no deja lugar a dudas sobre la intención. Gaza es la Nakba a paso lento, comprimida en unos años de puro terror.
Pero sería un error histórico monumental creer que la voracidad colonial se detiene en la valla que cerca Gaza. Mientras el mundo mira con estupor la masacre, en Cisjordania se libra una guerra de desgaste, una Nakba lenta y permanente que, gota a gota, busca hacer la vida insoportable para los palestinos hasta forzar su huida o su sumisión total. Aquí la violencia en un territorio cercado por un muro de la vergüenza, no siempre llega desde el cielo en forma de bomba guiada; camina sobre la tierra, armada y protegida por un ejército de ocupación, y se llama colono.
Cisjordania: La Ocupación Viva y la Guerra de los Colonos
Cisjordania es un territorio cuajado de crímenes que, por su lentitud y su normalización mediática, no generan titulares diarios, pero cuya crueldad es sistemática y devastadora. La presencia de más de 700.000 colonos israelíes en asentamientos considerados ilegales según el derecho internacional es el eje de esta estrategia. Estos no son meros civiles que buscan una vida; son una fuerza paramilitar de avanzadilla, un brazo ejecutor del Estado sionista infiltrado en territorio ocupado.
Con la complicidad y, a menudo, la escolta armada del Ejército de Ocupación sionista (Tzahal), estos colonos llevan a cabo una campaña de terror destinada a expulsar a los palestinos de sus tierras. Sus métodos son la esencia misma del colonialismo de poblamiento:
- Robo de Tierras y Recursos: Ciegan acequias de riego, vitales para la agricultura Palestina, talan y queman miles de olivos centenarios, símbolo de la identidad y sustento de familias enteras. No es vandalismo; es una estrategia económica para destruir los medios de vida.
- Expropiación de Viviendas: Familias palestinas son desalojadas por la fuerza de hogares donde han vivido generaciones, para ser reemplazadas horas después por colonos radicales que ondean banderas israelíes. Este proceso, avalado por un sistema judicial apartheid que solo reconoce la propiedad judía, es una limpieza étnica domiciliaria.
- Violencia Impune: Los colonos agreden, insultan, disparan y asesinan a palestinos en su propio territorio. Los ataques son diarios. La impunidad es casi absoluta. El mensaje es claro: esta tierra es nuestra, y tú, palestino, eres un intruso que sobra.
Todo esto se desarrolla dentro de una arquitectura de humillación constante: los checkpoints. Cisjordania es un archipiélago de cantones desconectados, un bantustán del siglo XXI donde la libertad de movimiento es un recuerdo. Estos controles militares, donde hombres, mujeres y niños son parados, interrogados y vejados durante horas para recorrer distancias ínfimas, no tienen solo una función de «seguridad». Su objetivo primordial es psicológico: recordar a cada palestino, cada día, que su vida no le pertenece, que está sujeto al capricho de un soldado adolescente armado hasta los dientes. Es una herramienta para quebrar el espíritu y normalizar la opresión.
La Anexión: El Golpe de Gracia a Cualquier Acuerdo
En este contexto ya de por sí crítico, la reciente votación del parlamento israelí (Knéset) pidiendo formalmente la anexión de Cisjordania no es una bravata de la extrema derecha. Es la confesión explícita de una intención largamente alimentada. La anexión sería la puntilla final a los Acuerdos de Oslo, que ya de por sí fueron un instrumento nocivo para Palestina al normalizar la ocupación y fragmentar su territorio, pero que al menos esbozaban la posibilidad, aunque muy remota, de un Estado aunque inviable.
La anexión convierte la ocupación temporal en soberanía permanente. Legalizaría el robo, institucionalizaría el apartheid y haría oficial la condición de ciudadanos de segunda clase (o de ninguna clase) para los millones de palestinos que viven allí. No es un paso más; es la consumación del proyecto colonial. Demuestra que el ente sionista ha tomado una decisión: ya no hay espacio para la negociación, ni siquiera para la ficticia «solución de dos estados». La única «solución» que contemplan es la final: una Palestina desaparecida, absorbida por un Israel Grande desde el río hasta el mar, con una población palestina en el mejor de los casos subyugada, encerrada o expulsada.
Palestina Amputada: La Unidad de un Pueblo y una Tierra
Es crucial recalcar que Gaza y Cisjordania no son dos entidades separadas. Son parte de un todo: Palestina. Y hablar de Palestina es hablar de la totalidad de su territorio histórico, con Jerusalén como su capital natural y corazón cultural y espiritual. La narrativa sionista y sus aliados occidentales se empeñan en hablar de «dos estados» sobre el 22% de la Palestina histórica (Cisjordania y Gaza), pero ni siquiera eso se respeta. El mapa palestino hoy es un rompecabezas de cantones asfixiados, rodeados por muros, asentamientos y bases militares.
La estrategia es clara: hacer que la idea de un Estado palestino unificado, viable y soberano sea materialmente imposible. Mientras, se procede a eliminar físicamente a su población, por las buenas en Gaza y por las malas, lentas, en Cisjordania.
La Complicidad Internacional y la Llamada a la Acción
Frente a esta maquinaria de destrucción, la comunidad internacional, liderada por Estados Unidos y la Unión Europea, no mira para otro lado: es cómplice activa. El suministro continuo de armas, el blindaje diplomático en la ONU, la retórica vacía que llama a una «pausa humanitaria» mientras se financia al verdugo, son actos que alimentan la masacre. Demuestran que el ente sionista actúa con una licencia de impunidad absoluta, sabiendo que sus crímenes no tendrán consecuencias.
Ante esta barbarie, las movilizaciones ciudadanas en todo el mundo son un faro de humanidad. Son la prueba de que los pueblos, al contrario que sus gobiernos, no han normalizado la inhumanidad. Pero la solidaridad callejera, aunque vital, no es suficiente para detener un genocidio. Tampoco lo es contemplar el apoyo como una ayuda humanitaria, no estamos ante una catástrofe natural, estamos ante una guerra de colonización teocrática, racista y criminal.
Por ello, ha llegado el momento de hacer la pregunta más incómoda y necesaria: ¿Dónde están los aliados militares del pueblo palestino? Si países que se erigen como defensores de los derechos humanos y la soberanía de las naciones, si las potencias regionales que claman por la causa de Palestina, son realmente serios en sus intenciones, la hora de las declaraciones debe terminar y dar paso a la de las acciones.
La historia juzgará con dureza a quienes, teniendo la capacidad de imponer un alto al fuego y una intervención que proteja a la población civil –como se ha hecho en otros contextos–, se escudaron en una falsa equidistancia o en intereses geopolíticos. Exigir una intervención militar de los aliados de Palestina no es incitar a la guerra; es invocar el deber de proteger a una población indefensa frente a un genocidio confirmado por el máximo tribunal jurídico mundial. Es la única respuesta proporcional a la aniquilación que se está cometiendo.
El ente sionista, con el respaldo incondicional de Washington y Bruselas, ha demostrado que no se detendrá. Su proyecto es existencial y requiere la desaparición del otro. Solo una fuerza superior, una coalición arabo-islámica con apoyo de potencias del Sur Global y si es que existe algún estado soberano y democrático en Occidente que apoye –lo que por ahora es imposible- decidida a hacer cumplir el derecho internacional y las numerosas resoluciones de la ONU que el ente sionista y colono de Israel pisotea, puede parar esta máquina de muerte. La alternativa es contemplar, impasibles, la culminación de la última gran colonización del siglo XXI y rendirnos a la ley del más fuerte. El mundo no puede permitirse ese fracaso moral. Palestina no puede esperar otro minuto. La resistencia palestina, mientras tanto sigue actuando en Gaza y Cisjordania con valentía, desesperación y esperanza. Un sola tierra libre con capital en Jerusalén, ese es el grito y la demanda. La existencia misma de la resistencia es la única garantía de que Palestina sigue viva.
Por: Carlos Martinez – politólogo